De niño tenía una manía, coleccionaba cómics, libros y juegos de rol, pero también coleccionaba sus historias, sus personajes, sus fantrásicos aparatos.

Quería tener en mi biblioteca un compendio con todos los aparatos fantásticos, con todos los personajes, los mundos y las historias que se habían escrito.

Cuando eres niño no te das cuenta de las tareas tan titánicas que uno se pone (y ahora de mayor tampoco, como mi luchar para que se cree un organismo independiente que evalúe el LHC).

Efectivamente era una tarea titánica, no sólo porque allá por los años 80 ya había una ingente cantidad de material de cómic, ciencia-ficción e incluso rol de los que llegaba a España sólo una cantidad ínfima. O porque se producía cada mes más material de que uno podía leer o comprar.

Y ya no sólo por la cantidad, sino por el precio.

Además, por aquel entonces no había la tecnología que está llegando ahora mismo, ni descargas, ni traducciones, ni webs, ni wikis, ni foros, ni nada.

Así que teníamos que apañarnos a puros huevos. 

Y eso hacía. Fotocopias de compendios de monstruos ingleses, listas interminables de objetos mágicos que leía en libros que no podía comprarme, relatos transcritos en hojas de cuadernillo, mapas, planos.

Todo lo que mi creatividad y los escasos recursos con los que contábamos nos permitía reunir en pro de nuestro objetivo: reunir en nuestra biblioteca todo el conocimiento fantástico del mundo.